El sonido de sus pasos marcaba el ritmo del silencio.
Descalza, ligera, pálida gacela de mis sábanas. No existía jaula capaz de
retenerla.
Ella.
Lo era todo y a la vez no era nada. No era una mujer normal,
a veces me pregunto si alguna vez fue realmente humana. Se parecía más a un
desastre natural, a una tormenta de esas que anuncian su llegada con un suave olor
a tierra mojada. Ella anunciaba su presencia con la dulce fragancia del perfume
caro, para luego descargar los relámpagos nacidos de su sonrisa.
Pero las tormentas nunca permanecen demasiado tiempo en el
mismo lugar.
Siempre supe que era un alma libre, que no sería capaz de
convencerla para que iluminara mi pobre habitación con su presencia un día más.
Y a pesar de saberlo, decidí correr tras ella, empeñado en encontrar el inicio
de su arcoíris.
Aprendí que no se puede perseguir al viento.
Mi torpe carrera no podía compararse con sus veloces y
gráciles pisadas. Siempre ligera, siempre elegante, siempre asustadiza y
esquiva como un gato arisco.
Siempre descalza.
El sonido de sus pasos marcaba el ritmo de mis latidos.
Tropecé y caí, quedándome atrás. Noté que algo se movía cada vez más despacio
en el interior de mi pecho.
Y mi corazón se paró.